Después de varios días en los que
no se sabía muy bien si estábamos en invierno o en primavera, hoy, por fin,
llegó el sol. Brillaba radiante en lo alto del cielo y sus rayos daban un
maravilloso calorcito que invitaban a salir de casa. A todo esto había que
añadir, que como estábamos en junio ya no teníamos clases por la tarde, lo que
me dejaba más tiempo para disfrutar del casi veranito.
Fue por eso que este mediodía la
tía de Clara, mi mejor amiga, llamó a mi mamá para pedirle permiso y llevarme con
ellas a la piscina municipal. Ni que decir tiene, que al oír su invitación
empecé a dar saltos de alegría, tantos, que mi mamá no pudo negarse. Tan agradecida
me sentía que la abracé con todas mis fuerzas, mientras ella intentaba calmarme
diciéndome que fuese a prepararme, porque en media hora vendrían a buscarme.
Rápidamente me fui a mi
habitación para preparar mi mochila. Metí una toalla, un peine, el bronceador y
por supuesto el precioso biquini nuevo que me había comprado la abuela ¡Qué
ganas tenía de estrenarlo! Una vez terminé, me fui a la cocina donde mi mamá me
esperaba con el bocadillo preparado y su interminable lista de recomendaciones:
pórtate bien, obedece todo lo que te manden, cómete la merienda y espera dos
horas antes de volver a bañarte, ponte abundante crema al llegar y al salir del
agua que el sol es muy peligroso y podrías quemarte, etc, etc. Siempre igual, ¿cuándo
se dará cuenta de que ya soy mayor? En fin, supongo que es algo que hacen todas las madres, y sino me lo decía no se quedaba tranquila. Así que me limité
a contestarle a todo con un ¡Sí mamá!
Diez minutos más tarde, Clara y
su tía me esperaban en el portal. Le di un beso a mamá prometiéndole que haría
todo lo que me había dicho y bajé corriendo las escaleras. Al llegar, me subí
al coche y Clara y yo nos abrazamos felices pensando en la maravillosa tarde
que nos esperaba. Poco después llegamos a las instalaciones donde se
encontraban las piscinas municipales, y se notaba que el calor empezaba a
apretar porque estaban llenas de gente.
-Vamos chicas coger vuestras
mochilas y nos pondremos cerca de aquellos árboles que hace menos calor -nos
dijo la tía de Clara nada más bajarnos del coche.
-¡Mira María, el puesto de los
helados está abierto! -exclamó Clara emocionada.
-¡Qué bien! Con las ganas que
tengo de comerme uno -le contesté.
-Más tarde nenas, ahora vamos a
colocar las toallas y darnos un chapuzón -habló su tía.
Mirando de reojo hacia los
deliciosos helados, cogimos nuestras cosas y nos dirigimos hacia donde ella nos
mandó. Era un sitio precioso y había dos piscinas de un color azul intenso que
invitaban a bañarse. Una era para los mayores y otra para los pequeños, ambas
rodeadas de hierba muy brillante y cortita, que según nos explicó su tía, se
llamaba césped. En una esquina del recinto había una zona con árboles que
simulaba un pequeño bosque. Fue allí donde nos instalamos porque había sombra
y se estaba muy fresquito.
Aunque todo era precioso,
nosotras lo único que queríamos era bañarnos y disfrutar del agua, así que dejamos
al lado de un árbol nuestras cosas y nos fuimos al vestuario a ponernos los
biquinis. En menos de cinco minutos ya estábamos tirándonos dentro de la
piscina. Al principio el agua estaba un poco fría pero enseguida nos
acostumbramos y ya no queríamos salir. Llevábamos casi una hora nadando,
buceando y saltando por un tobogán que había en uno de los extremos de la
piscina, cuando de pronto, alguien se apoyó en mí y me hundió hasta el fondo. Asustada
y sin saber muy bien qué pasaba, salí hacia fuera con la respiración
entrecortada y agitando los brazos con cierto nerviosismo, mientras oía risas a
mi alrededor.
-Eres un idiota Lucas, no tiene
gracia, menudo susto le has dado -le regaño muy enfadada Clara, al tiempo que
se acercaba hacia mí para tranquilizarme.
-Perdona, era una broma, no
quería asustarte ¿Estás bien María? -me preguntó preocupado al darse cuenta
que casi me ahoga.
-Sí, estoy bien, pero no vuelvas
hacerlo -le contesté con la voz entrecortada y sintiendo como me temblaban las
piernas, aunque creo que era más por tenerle tan cerca que por lo que acababa
de pasar.
-Eres un bruto, chico tenías que
ser -le espetó mi amiga que seguía muy enfadada.
-Vale, tienes razón Clara. Vamos
hacer una cosa, para que veas que estoy arrepentido os invito a un helado -nos
dijo con una sonrisa tan dulce que era imposible negarle nada.
Entonces, salimos del agua para
dirigirnos al puesto de los helados. A medida que nos acercábamos, recordé que
aquellos heladeros llevaban allí toda la vida. Una vez mi papá me contó que
pertenecía a una familia de los alrededores, y que el negocio, había ido
pasando de padres a hijos. Hacían ellos mismos los helados y eran los más ricos
de toda la ciudad. Mientras pensaba esto, notaba como la boca se me hacía agua,
y al llegar, los tres nos quedamos babeantes mirando el expositor, sin saber
muy bien cuál pedir. Todos tenían una pinta deliciosa. Los había de todos los
sabores y colores que te podías imaginar.
La verdad es que era difícil
elegir uno y si por mí fuese me los comería todos. Finalmente fue Clara la
primera en decidirse, pidiendo un cucurucho de yogur con fresa, y yo, después
de meditarlo mucho pedí uno que llevaba nata con pepitas de chocolate. Tenía un
nombre un poco raro, stracciatella. Le pregunté al dependiente, un chico moreno
muy amable, porqué se llamaba así, y me explicó que su nombre provenía del
italiano y significaba “despedazado” y era porque llevaba el chocolate en
trozos.
Tengo que reconocer que fue una
magnifica decisión, porque estaba riquísimo, y a partir de ese momento, el
helado de stracciatella sería mi favorito. Lucas también solicitó el mismo
porque decía que si yo lo elegía seguro que estaba buenísimo. Al escucharlo no
pude evitar sonrojarme, algo que me dio mucha rabia porque no quería que él se
diese cuenta de lo nerviosa que me ponía. Aunque creo que lo que le decidió
realmente fue ver mi cara de satisfacción al saborear el helado ¡Qué bueno
estaba!