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jueves, 22 de diciembre de 2011

Lotería de Navidad

Esta mañana nada más despertarme, me levanté de un salto para ir a mirar por la ventana de mi cuarto. Al asomarme, pude ver que todo estaba completamente nevado y casi no podía distinguir el color verde de los árboles. La nieve llegaba hasta la puerta de la casa de los abuelos. Asomándome un poco más, pude ver a papá limpiando la entrada. Con mi mano di unos pequeños golpes en el cristal para saludarle, y él al verme, me hizo un gesto para que bajara.

Rápidamente busqué algo de abrigo para ponerme y unos minutos más tarde ya estaba vestida. Salí de la habitación y bajé corriendo las escaleras para dirigirme a la puerta principal. Al abrirla, el frío que sentí casi me deja congelada. Pero cuando me disponía a salir, apareció la abuela para decirnos que el desayuno ya estaba listo. Así que papá dejó la pala con la que estaba trabajando y juntos nos dirigimos hacia la cocina.

-Buenos días ¿Qué tal has descansado María? -preguntó el abuelo.

-Muy bien, he dormido como un tronco -respondí satisfecha.

-Estupendo, pues ahora desayuna rápido que Pedro y tú me vais a ayudar a darle de comer a los animales -explicó el abuelo.

-¿Podemos llevarle leche con galletas a los corderitos? -pregunté.

Todos comenzaron a reír al escucharme. Entonces la abuela me explicó que las galletas son para las personas y que los corderitos sólo tomaban leche de su mamá. Cuando fuesen un poco más grandes comerían hierba y piensos, pero nunca comida como nosotros.

-Pues no sé por qué no pueden comer otras cosas. A lo mejor les gustaban más que eso qué dices -repliqué muy convencida-. Seguro que a ti no te gustaría que te diesen siempre el mismo menú. Además ¿Vosotras no decís que debemos probar de todo? Pues ellos también deberían.

-Anda termina el desayuno y déjate ya de historias -dijo mamá entre risas.

Mientras terminaba de comer, seguía pensando que yo tenía razón. Pero eso daba igual, al final, los pobres corderitos tendrían que conformarse con lo que les daban y punto. Una vez acabamos, mamá y la abuela se encargaron de recoger la cocina y nosotros nos dirigimos al establo en compañía del abuelo.

Nada más llegar, nos dio un cubo de agua a cada uno para que llenásemos los abrevaderos de los animales. Después preparó unos recipientes con piensos y nos explicó cómo debíamos repartirlos. Yo me sentía tan emocionada por darles de comer que tropecé con una de las puertas de las cuadras y parte de los piensos me cayeron al suelo.

-¿Te has hecho daño María? -preguntó el abuelo con preocupación.

-No, estoy bien. Pero siento mucho que se me haya caído la comida -dije avergonzada.
-No pasa nada, la recogemos y ya está. Lo importante es que tú no te hayas lastimado -concluyó el abuelo.

Una vez los animales estuvieron acomodados regresamos a la casa y a medida que nos acercábamos, comencé a escuchar una musiquita extraña que procedía del interior. Algo así como unos niños cantando, pero no me parecían canciones, más bien sonaba como si estuviesen recitando la tabla de multiplicar.

Al entrar en la vivienda, seguí aquel sonido hasta el salón y allí estaban papá, mamá y la abuela, completamente hipnotizados mirando el televisor. Me acerqué hasta ellos y pude ver que por la pantalla salían unos niños vestidos de uniforme. A su lado había un bombo enorme lleno de bolitas numeradas que daban vueltas. Una vez paraban, éstas salían por un tubo hacia donde estaban los niños. Entonces ellos las cogían, las miraban y cantaban los números.

Durante un buen rato estuve mirándolos y el proceso siempre era el mismo. Aquello era un aburrimiento y no entendía por qué ellos lo miraban con tanta expectación. Comencé a pensar que incluso era peor que cuando ponían futbol. Pero de repente, los niños cantaron de una forma distinta y con las bolitas en la mano comenzaron a caminar hacia el centro del escenario para que todos pudieran verlos. En aquella sala se armó un gran revuelo, la gente se levantó de sus asientos y murmuró. Entonces, papá se puso nervioso y empezó a mirar unos boletos con números que tenía sobre la mesa, mientras decía a todos que nos callásemos que no podía escuchar.

-Nada, no nos ha tocado nada -dijo papá desanimado.

-¿Qué nos tenía que tocar? -pregunté intrigada.

-Es la lotería de navidad, cielo. Papá ha comprado unos números para ver si teníamos suerte y nos tocaba algo de dinero -explicó mamá.

-¿Y por qué no compró los que tenían premio? -interrogué.

Otra vez tuve que escuchar sus risas. Lo que yo decía era completamente lógico ¿Qué sentido tenía comprar números por los que no te daban nada? Entonces me contaron que era un sorteo y sólo tocaban unos cuantos boletos. Que era cuestión de suerte. A mí la explicación no me convenció del todo. Tanto decirme que no crea en hadas, duendes y demás, para descubrir ahora que los mayores también creen en cosas mágicas como la suerte ¡Ay qué paciencia me hace falta!

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