Que razón tenía mi mamá cuando
decía que lo bueno duraba poco. Después de pasar unos días en la granja de los
abuelos, esta tarde tuvimos que regresar a casa. Me dio mucha pena tener que
irme ya que pasamos una semana estupenda. Disfrutamos de unas maravillosas mini
vacaciones durante las cuales estuvimos muy sosegados, sin agobios y sin el
calor asfixiante que hacía en la ciudad. Además de poder bañarnos en la piscina
que el abuelo construyó para nosotros y que se convirtió en el mejor regalo del
verano.
La vida en la granja era muy
tranquila. Por las mañanas nos levantábamos sobre las once y hacíamos el
reparto de tareas. Mi hermano Pedro, papá y el abuelo se dedicaban a cuidar a los animales,
mientras mamá, la abuela y yo ordenábamos la casa para luego ponernos a
preparar la comida. Nos lo pasábamos muy bien ayudando en lo que podíamos a los
abuelos. Además ellos se lo merecían todo, porque eran muy buenos con nosotros
y siempre tenían sonrisas y buenas palabras para mi hermano y para mí.
Al terminar de comer nos íbamos
para la piscina y nos tirábamos allí casi toda la tarde. Mi papá se tumbaba en
una hamaca y solo decía que aquello sí que era vida. Se le veía tan feliz y
relajado que ni las noticias le afectaban. Así transcurrían los días en la
granja, llenos de paz y tranquilidad y eso se notaba en el estado de ánimo de
todos. Pero lo que más me gustaba era ver a mis padres tan contentos y
despreocupados, era como si la Señora Crisis, los políticos y todos los
problemas hubiesen desaparecido allí en la montaña.
Aunque lo mejor sucedió en el fin
de semana. La abuela había invitado a mi amiga Andrea, la niña que tenía
hiperactividad y que era rechazada por los niños del pueblo, a pasar los
últimos días conmigo. Me encantó volver a verla porque era una niña estupenda a
pesar de lo que decían los demás. Pero reconozco que era un poco impulsiva y
nos dio algún que otro susto. Sin embargo, no fue nada que con mucho amor y
comprensión no pudiésemos solucionar.
Así, sin apenas darnos cuenta,
pasó aquella maravillosa semana. Ninguno de nosotros quería irse, y era lógico,
con lo bien que estábamos allí ¿quien iba a querer regresar? Fue por eso que el
abuelo quiso invitarnos, la última noche, a cenar en el pequeño restaurante que
había en el pueblo. Además nos dijo que
iba a haber una actuación de un grupo musical y que lo pasaríamos muy bien. Andrea
y yo estábamos encantadas con la idea, sobre todo porque si había música,
seguro que podríamos bailar y nos acostaríamos tarde, y eso siempre era algo
emocionante.
Sobre las diez de la noche
llegamos al restaurante. Era muy bonito, como una gran casa de campo construido
en piedra y madera. En la parte delantera tenía un pequeño aparcamiento que
llevaba a la entrada del local y la parte de atrás estaba rodeada de un enorme
jardín con flores y árboles. Tenía dos grandes terrazas a los lados con el
suelo de césped donde estaban colocadas las mesas bajo unas enormes sombrillas.
Uniendo las dos terrazas había un pequeño escenario en el cual ya estaban
preparados los instrumentos musicales. Andrea y yo nos acercamos curiosas para verlos más de cerca, mientras mi abuelo
saludaba al dueño que había salido a recibirnos.
Al aproximarnos al escenario
pudimos observar que había una batería, a la que Andrea le costó mucho
resistirse a no tocarla. También había varias flautas, una guitarra, una
pandereta, una especie de tambor como los de los africanos y una flauta muy
grande. Era un poco rara porque llevaba como un saquito colgando que no
entendía muy bien para qué servía. Aunque lo que más llamó nuestra atención fue
una cesta de mimbre que había en una esquina. Estaba ladeada y dentro tenía una
rana, al principio pensamos que era de verdad y nos asustamos un poco pero
pronto nos dimos cuenta de que no lo era. Justo cuando Andrea se disponía a
tocarla, a pesar de mis advertencias de que no lo hiciera, alguien habló detrás
de nosotras:
-¿Qué hacéis chicas? ¿Puedo
ayudaros en algo? -nos dijo haciéndonos girar ligeramente avergonzadas.
-Hola, no, no estábamos haciendo
nada, tan solo curioseábamos -le respondí con una sonrisa.
-Ya veo. Permitidme que me
presente, me llamo Marko y ¿vosotras? -nos preguntó.
-Yo soy María y ella es mi amiga
Andrea, encantada -le contesté.
-Mucho gusto señoritas -nos dijo
con una sonrisa.
-Oye Marko y este instrumento
¿Qué es? -interrogó Andrea señalando aquella flauta tan rara que llevaba un
saquito y que tanto nos intrigaba.
-Esto es una gaita y es el
instrumento que yo toco, por eso me llaman gaiteiro -nos explicó.
-Pero ¿Qué estáis haciendo? Venga
dejar de molestar y vamos a la mesa que ya nos van a traer la cena -nos regañó
mi papá mientras se disculpaba por estar importunando.
-No por favor, no las regañe y no
se preocupe que son unas chicas muy educadas…y curiosas -le dijo Marko a mi
papá al tiempo que nos guiñaba un ojo.
Obedecimos y nos sentamos en la
mesa donde ya nos esperaba el resto de mi familia. Estaba intrigada pensando
cómo sonaría aquella gaita, aunque no tarde mucho en descubrirlo ya que antes
de que terminásemos de cenar, la música comenzó a sonar. El grupo se llamaba
“Hora Meiga”, que significaba “Hora Bruja”. Me pareció un nombre chulísimo y muy
original, pero lo mejor era cómo tocaban. Su música era mágica y te transportaba
a otro mundo. Mi papá nos explicó que era música celta y aunque yo jamás la
había escuchado antes, me quedé prendada de aquellas delicadas y suaves notas.
Unos minutos después, Marko nos
invitó a ponernos en primera fila. Aunque a mí me daba un poco de vergüenza,
Andrea no se lo pensó dos veces y tirándome de un brazo nos plantamos delante
del escenario. Mientras él explicaba que iba a tocar una canción y que nos la dedicaba a nosotras. Al escucharlo
me puse colorada como un tomate. Entonces nos giñó un ojo y agarró aquella
flauta extraña, la que nos dijo que era una gaita, y poniendo el saquito debajo
de su brazo empezaron a escucharse las primeras notas musicales.
¡Fue fantástico! Escuchar aquel
sonido de la gaita, me encantó. Por supuesto, conocer a Marko, el gaiteiro,
también. Me quedé prendada de aquel instrumento y de la maravillosa música que
salía de ella. No podía haber imaginado un mejor final para nuestras mini
vacaciones, porque aparte de pasar unos días estupendos con mis abuelos y con
Andrea, descubrí que la música mágica existía y se llamaba “Hora Meiga”.