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jueves, 18 de julio de 2013

Final de las mini vacaciones con "Hora Meiga"

Que razón tenía mi mamá cuando decía que lo bueno duraba poco. Después de pasar unos días en la granja de los abuelos, esta tarde tuvimos que regresar a casa. Me dio mucha pena tener que irme ya que pasamos una semana estupenda. Disfrutamos de unas maravillosas mini vacaciones durante las cuales estuvimos muy sosegados, sin agobios y sin el calor asfixiante que hacía en la ciudad. Además de poder bañarnos en la piscina que el abuelo construyó para nosotros y que se convirtió en el mejor regalo del verano.

La vida en la granja era muy tranquila. Por las mañanas nos levantábamos sobre las once y hacíamos el reparto de tareas. Mi hermano Pedro, papá y el  abuelo se dedicaban a cuidar a los animales, mientras mamá, la abuela y yo ordenábamos la casa para luego ponernos a preparar la comida. Nos lo pasábamos muy bien ayudando en lo que podíamos a los abuelos. Además ellos se lo merecían todo, porque eran muy buenos con nosotros y siempre tenían sonrisas y buenas palabras para mi hermano y para mí.

Al terminar de comer nos íbamos para la piscina y nos tirábamos allí casi toda la tarde. Mi papá se tumbaba en una hamaca y solo decía que aquello sí que era vida. Se le veía tan feliz y relajado que ni las noticias le afectaban. Así transcurrían los días en la granja, llenos de paz y tranquilidad y eso se notaba en el estado de ánimo de todos. Pero lo que más me gustaba era ver a mis padres tan contentos y despreocupados, era como si la Señora Crisis, los políticos y todos los problemas hubiesen desaparecido allí en la montaña.

Aunque lo mejor sucedió en el fin de semana. La abuela había invitado a mi amiga Andrea, la niña que tenía hiperactividad y que era rechazada por los niños del pueblo, a pasar los últimos días conmigo. Me encantó volver a verla porque era una niña estupenda a pesar de lo que decían los demás. Pero reconozco que era un poco impulsiva y nos dio algún que otro susto. Sin embargo, no fue nada que con mucho amor y comprensión no pudiésemos solucionar.

Así, sin apenas darnos cuenta, pasó aquella maravillosa semana. Ninguno de nosotros quería irse, y era lógico, con lo bien que estábamos allí ¿quien iba a querer regresar? Fue por eso que el abuelo quiso invitarnos, la última noche, a cenar en el pequeño restaurante que había en el pueblo.  Además nos dijo que iba a haber una actuación de un grupo musical y que lo pasaríamos muy bien. Andrea y yo estábamos encantadas con la idea, sobre todo porque si había música, seguro que podríamos bailar y nos acostaríamos tarde, y eso siempre era algo emocionante.

Sobre las diez de la noche llegamos al restaurante. Era muy bonito, como una gran casa de campo construido en piedra y madera. En la parte delantera tenía un pequeño aparcamiento que llevaba a la entrada del local y la parte de atrás estaba rodeada de un enorme jardín con flores y árboles. Tenía dos grandes terrazas a los lados con el suelo de césped donde estaban colocadas las mesas bajo unas enormes sombrillas. Uniendo las dos terrazas había un pequeño escenario en el cual ya estaban preparados los instrumentos musicales. Andrea y yo nos acercamos curiosas  para verlos más de cerca, mientras mi abuelo saludaba al dueño que había salido a recibirnos.

Al aproximarnos al escenario pudimos observar que había una batería, a la que Andrea le costó mucho resistirse a no tocarla. También había varias flautas, una guitarra, una pandereta, una especie de tambor como los de los africanos y una flauta muy grande. Era un poco rara porque llevaba como un saquito colgando que no entendía muy bien para qué servía. Aunque lo que más llamó nuestra atención fue una cesta de mimbre que había en una esquina. Estaba ladeada y dentro tenía una rana, al principio pensamos que era de verdad y nos asustamos un poco pero pronto nos dimos cuenta de que no lo era. Justo cuando Andrea se disponía a tocarla, a pesar de mis advertencias de que no lo hiciera, alguien habló detrás de nosotras:

-¿Qué hacéis chicas? ¿Puedo ayudaros en algo? -nos dijo haciéndonos girar ligeramente avergonzadas.

-Hola, no, no estábamos haciendo nada, tan solo curioseábamos -le respondí con una sonrisa.

-Ya veo. Permitidme que me presente, me llamo Marko y ¿vosotras? -nos preguntó.

-Yo soy María y ella es mi amiga Andrea, encantada -le contesté.

-Mucho gusto señoritas -nos dijo con una sonrisa.

-Oye Marko y este instrumento ¿Qué es? -interrogó Andrea señalando aquella flauta tan rara que llevaba un saquito y que tanto nos intrigaba.

-Esto es una gaita y es el instrumento que yo toco, por eso me llaman gaiteiro -nos explicó.

-Pero ¿Qué estáis haciendo? Venga dejar de molestar y vamos a la mesa que ya nos van a traer la cena -nos regañó mi papá mientras se disculpaba por estar importunando.

-No por favor, no las regañe y no se preocupe que son unas chicas muy educadas…y curiosas -le dijo Marko a mi papá al tiempo que nos guiñaba un ojo.

Obedecimos y nos sentamos en la mesa donde ya nos esperaba el resto de mi familia. Estaba intrigada pensando cómo sonaría aquella gaita, aunque no tarde mucho en descubrirlo ya que antes de que terminásemos de cenar, la música comenzó a sonar. El grupo se llamaba “Hora Meiga”, que significaba “Hora Bruja”. Me pareció un nombre chulísimo y muy original, pero lo mejor era cómo tocaban. Su música era mágica y te transportaba a otro mundo. Mi papá nos explicó que era música celta y aunque yo jamás la había escuchado antes, me quedé prendada de aquellas delicadas y suaves notas.

Unos minutos después, Marko nos invitó a ponernos en primera fila. Aunque a mí me daba un poco de vergüenza, Andrea no se lo pensó dos veces y tirándome de un brazo nos plantamos delante del escenario. Mientras él explicaba que iba a tocar una canción y  que nos la dedicaba a nosotras. Al escucharlo me puse colorada como un tomate. Entonces nos giñó un ojo y agarró aquella flauta extraña, la que nos dijo que era una gaita, y poniendo el saquito debajo de su brazo empezaron a escucharse las primeras notas musicales.

¡Fue fantástico! Escuchar aquel sonido de la gaita, me encantó. Por supuesto, conocer a Marko, el gaiteiro, también. Me quedé prendada de aquel instrumento y de la maravillosa música que salía de ella. No podía haber imaginado un mejor final para nuestras mini vacaciones, porque aparte de pasar unos días estupendos con mis abuelos y con Andrea, descubrí que la música mágica existía y se llamaba “Hora Meiga”.

jueves, 11 de julio de 2013

Llega una ola de calor

Desde hacía varios días estábamos viviendo bajo los efectos de una ola de calor. Aunque las noticias de la televisión ya nos lo advirtieron, la verdad es que no les hicimos mucho caso, básicamente porque según mi papá siempre estaban exagerándolo todo. Pero esta vez no fue así, es más, creo que hasta se quedaron cortos. Hacía tantísimo calor que era como si estuviésemos dentro de un horno todo el tiempo. Ni siquiera refrescaba por las noches, lo cual provocaba que conciliar el sueño fuese muy complicado.

A primera hora de la mañana mi mamá nos mandaba cerrar las ventanas y bajar las persianas en un desesperado intento de mantener la casa fresquita. También estábamos a medio vestir todo el día y sin ganas de hacer nada por culpa de las altas temperaturas, y lo peor de todo, es que por las tardes no podíamos salir a la calle porque el aire era tan caliente que se hacía insoportable pasear, correr o jugar.

La situación era tan inaguantable que mi papá decidió que era mejor que nos fuésemos a pasar unos días al pueblo. Allí vivían mis abuelos, en una preciosa granja situada en la ladera de la montaña. Por supuesto aceptamos encantados. Creo que fue una de las pocas veces que todos estuvimos de acuerdo. Además de que era un sitio precioso donde aparte de respirar aire puro no pasaríamos el tremendo calor de la ciudad, y seguro que por fin, lograríamos dormir.

Fue así, como al día siguiente, después de que mi papá telefonease a los abuelos para contarles nuestros planes, salimos con dirección hacia pueblo. Arrancamos bien temprano para intentar esquivar las horas de más calor. El viaje no era muy largo y pasado el mediodía llegábamos a la granja. Como siempre nos recibió el abuelo y después de unos cuantos besos y abrazos entramos dentro de la casa donde la abuela nos esperaba con una exquisita comida veraniega: ensaladilla rusa, tortilla de patatas y macedonia de frutas ¡Qué bueno estaba todo!

-Bueno chicos ahora que habéis acabado de comer tengo una pequeña sorpresita para vosotros -dijo el abuelo con voz misteriosa.

-¿Qué es abuelo?  -pregunté impaciente.

-Pero que hombre este, no puede esperar ni a que reposemos la comida. No tenías que decirles nada ahora era mejor más tarde -le regañó la abuela aumentando con ello la curiosidad de mi hermano Pedro y la mía.

-No le riñas abuela y deja que nos lo enseñe, venga porfis -dijo mi hermano algo ansioso.

-¡Vamos, venid conmigo! -nos contestó con un guiño.

Rápidamente nos levantamos de la mesa para seguirle, mientras escuchábamos a la abuela refunfuñar que era peor que un niño pequeño, pero ya nadie la escuchaba. Hasta nuestros padres salieron detrás de nosotros llenos de curiosidad por descubrir el misterio que guardaba el abuelo. Este nos llevo hasta la parte de atrás de la granja y cuando llegamos allí nos quedamos boquiabiertos al encontrarnos con una pequeña piscina. Era en forma de ocho, de color azul clarito y con un agua cristalina que invitaba al baño. Al verla no pude evitar dar saltitos de alegría, bueno mi hermano tampoco, para terminar corriendo a abrazar a mi abuelo agradeciéndole así tan estupenda sorpresa.

Entonces nos contó, muy orgulloso, que la había construido con sus propias manos y que le llevó dos meses terminarla. No quiso decirnos nada antes porque quería ver nuestras caras de felicidad.

-Gracias abuelo eres el mejor -le dije volviendo a abrazarlo.

-¿Podemos estrenarla? -preguntó mi hermano.

-Por supuesto, para eso la construí. Así que ir a poneros el bañador y a disfrutar -contestó con una enorme sonrisa.

-¿Tú no te bañas abuelo? –interrogué.

-No cariño esto es para que vosotros lo paséis bien, yo me quedaré viéndoos desde aquí -me respondió con una enorme sonrisa.

Unos minutos después ya estábamos tirándonos a la piscina. El agua estaba buenísima y por un momento la ola de calor parecía haber desaparecido. Pedro y yo lo pasamos muy bien, saltando, buceando, nadando y haciendo carreras. Al final también se unieron a nosotros mis padres y los cuatro estuvimos bañándonos casi hasta el anochecer.

Definitivamente la idea de mi papá fue la mejor del mundo. Poder pasar unos días con los abuelos siempre era maravilloso, pero además tener una piscina para nosotros solos era genial. Me sentía feliz por tener un abuelo tan estupendo y sin duda no había otro como él. En ese momento pensé que la ola de calor, tan asfixiante e irritante al principio, terminó convirtiéndose en una de las mejores noticias del verano, ya que gracias a ella pudimos disfrutar de unos días estupendos en familia.